A medias despierto observo el tráfico a través de la ventana y las hileras de luces rojas parecen formar una procesión que no avanza. Cierro los ojos y abrazo mi mochila, con la extraña esperanza de que eso haga que el tráfico empiece a avanzar a una velocidad siquiera cercana a lo que debería ser normal, pero al parecer el único efecto que consigo es acelerar el paso del tiempo, pues al abrir los ojos han pasado cinco minutos en un instante y aún sigo en el mismo lugar. Normalmente el tráfico es lento, pero los viernes por la mañana se convierte en una hilera interminable de vehículos prácticamente estacionados en las calles, todos a la espera de una oportunidad para quitarle el lugar al vehículo de al lado y estacionarse un poco más adelante. Me inclino hacia la ventana para tratar de ver el principio de la fila, y todo lo que veo es que la procesión congelada en el tiempo y el espacio se extiende hasta el horizonte. Algunos metros más adelante, dos policías de tránsito toman café mientras recorren la hilera de vehículos con una mirada cuya expresión no parece de indiferencia sino de resignada frustración. Algunos minutos después la hilera de luces finalmente avanza una docena de metros para volver a detenerse. Ahora estoy casi frente a los policías que toman café. Parecen notar que los observo y por alguna razón me saludan con la cabeza. Les devuelvo el saludo y señalo el tráfico con una media sonrisa. Sonríen a medias y se encogen de hombros. Así es los viernes por la mañana pues, qué se le va a hacer.
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