sábado, 11 de abril de 2009

#79

Subo por la escalera mientras señalo algunos detalles de la casa que ella aún no ha visto. El jardín de mamá nos recibe al final de la escalera, y por encima del muro se pueden ver los primeros trazos de un atardecer dorado y naranja. En el horizonte, los cerros dejan ver sus siluetas azules y grises. Los rastros de musgo y líquenes en los muros, las antenas de televisión, los gatos que viven en el techo de al lado, un árbol descuidado en el callejón de atrás, la estructura de madera del mercado y sus techos de calaminas viejas y agujereadas.

El atardecer se ve distinto desde la azotea de la casa. El cielo tiene una exquisita tonalidad celeste con delgados trazos grises de nubes de lluvia barridas por un suave viento fresco. De pronto el horizonte se torna naranja. Una nube se enciende en fucsia, otra en púrpura y otra más resplandece como un charco de plata esparcido por encima de las delgadas nubes de lluvia que ahora toman un tinte índigo. Los cerros se ven como fantasmas de colosos lejanos entre la niebla que empieza a descender a lo lejos. Por un instante quisiera tener a la mano mi cámara, pero al mismo tiempo me doy cuenta de sería casi imposible captar todo lo que desfila ante mis sentidos. Se filtra de pronto el aroma de una noche de verano pasada la medianoche, algo que quedará en mí para siempre y que ahora está inevitablemente asociado también a uno de los atardeceres más hermosos que he visto sobre la ciudad. Quizás el tiempo traiga consigo nuevos recuerdos, pero hasta entonces este será mi favorito.

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