viernes, 27 de marzo de 2009

#67

Han pasado ya más de veinticuatro horas del concierto de Iron Maiden en Lima, y aún me parece que estoy despertando de un sueño que tardó toda una vida en hacerse realidad. El calor de la gente, la energía liberada, la presencia de la banda en el escenario (no me refiero a la presencia física, sino a la forma en que llenan cada rincón con sólo estar allí de pie), la pulcritud de la performance, todo ha quedado grabado dentro de mí como uno de los mejores momentos de mi vida, y algo que con orgullo le contaré a mis hijos y a mis nietos.

El día empezó tranquilo después de haber encontrado una posibilidad no contemplada para los problemas de Alexiel: el cableado eléctrico de la casa tiene más de treinta años y podría estar produciendo interrupciones en el suministro de energía no sólo del estudio sino de todo el piso. En fin. Una vez recuperadas las esperanzas de no tener que reemplazar la motherboard, me puse de acuerdo con Fani para acompañarla a su clase de los jueves y luego irme a buscar a Hugo e ir al concierto. No tuve dificultades para encontrar una habitación para pasar la noche, así que dejé mi mochila con una muda de ropa, mi cuaderno, lápices y otras cosas, y emprendí el camino hacia la casa de Hugo. De allí partimos, cervezas en mano, hacia el Estadio Nacional para el calentamiento previo que el cuerpo necesita antes de un concierto. Es cierto, no es estrictamente necesario, pero es una suerte de tradición para la gran mayoría de aficionados. Mientras esperábamos en los alrededor, me encontré con un viejo amigo al que no había visto desde los primeros años de universidad, y ahora lo encontraba convertido en padre y aún fiel a su tradición metalera. Después de un par de horas partimos en busca de algo que comer para tener fuerzas. Nada más peruano que esperar el concierto de Iron Maiden comiendo salchipapa en un huarique y escuchando Bareto en la radio.

El concierto fue una explosión continua de gritos, llanto, canciones coreadas a todo pulmón y a pecho descubierto, energía que se había acumulado durante los minutos, horas, días, meses e incluso los años de espera. La gran mayoría habíamos pasado la vida entera con la esperanza de verlos en vivo al menos una vez. Aunque no pudieron hacer todo lo que querían, la banda se entregó por completo, al igual que la marea humana que se agitaba a sus pies. Se despedían con la promesa de volver en dos años para saldar la deuda que ellos consideran haber dejado pendiente. A mi lado un hombre de unos cuarenta años, mechones de plata en las sienes, llevaba sobre los hombros a un niño de unos diez años, y las facciones de ambos los delataban con padre e hijo. Los ojos perlados de lágrimas y emoción los hacían hermanos. Afuera, la marea humana se dividía en hordas que luego tomarían las calles en busca de algún buen lugar para comentar el sueño hecho realidad.

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