Anoche, mientras veía la luna desde el balcón del tercer piso, recordaba las noches heladas caminando cuesta abajo en medio de la nieve en uno de los mejores inviernos de mi vida. Extraño sentir el aire frío en la nariz, en los ojos y las orejas, los diminutos copos de nieve estrellándose contra mi frente y el eco del motor de un automóvil que se pierde en la distancia. Caminaba con una bolsa de comida en una mano y un enorme vaso de refresco en la otra, con la certeza de que lo mejor del día estaba por llegar. Horas interminables sentados en el suelo de un piso alquilado entre siete personas que apenas se conocían y que quizás nunca se volverían a ver. Horas comiendo pastel de manzana y tomando algo de Coca-Cola mientras hablábamos del mundo, el trabajo, las universidades, todo y nada. Incluso más que esos momentos, extraño toda la época. Había menos preocupaciones. Menos responsabilidades. Sólo mis ataques de depresión solían arruinar algunas noches, pero en general era una época mejor, llena de nieve y tardes frente al televisor con un tazón de canchita con mantequilla.
Escuché a lo lejos la sirena de una ambulancia. La luna ya no se veía, oculta detrás de las nubes. El aire se sentía ligeramente frío anoche, y fue un cambio agradable aunque aún falta para el invierno. No sabes lo mucho que nuestras conversaciones me ayudaron a seguir adelante, y creo que nunca terminaré de agradecerte todas las veces que estuviste ahí para escucharme.
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