Camino por las calles frías de una pequeña ciudad que recién despierta bajo el grueso manto de nubes que la cubre hoy. Mi mente empieza a divagar mientras camino siguiendo el olor del pan que recién sale de los hornos.
Acercarse. Alejarse. Dar vueltas alrededor. El mundo gira y las cosas cambian aunque algunas veces terminan siendo casi las mismas. Cambios de posición, piezas en el tablero de un juego que no podemos entender. Tanta gente que viene y va. Rostros y nombres que se pierden en el tiempo y el espacio. Algunos permanecen más tiempo que otros. Algunos se quedan para siempre. Danza extraña de la memoria que trae rostros del pasado y los mezcla febrilmente con las sombras del presente. Y, mientras tanto, yo camino en silencio con las manos en los bolsillos y muchas ganas de tomar un café que termine de despertarme y aleje estas divagaciones matutinas.
No recuerdo bien cómo llegamos, y la verdad es que no importa mucho. Lo que importa es que estamos ahí. Para el propósito de esta divagación no importa quiénes seamos, basta con que sepas que me refiero a nosotros. Algún día, antes de que el núcleo del planeta se enfríe, finalmente me preguntaré a mí mismo por el significado de nuestra presencia, y esperaré una respuesta distinta a la que ya conozco, aunque dudo que la reciba.
Esta mañana no quiero hablar. Sólo quiero caminar un rato sobre el frío concreto antes de perderme en la niebla en busca del desayuno.
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