Anoche, después de muchas lunas, decidí ir al cine solo. En realidad lo decidí el lunes por la mañana, de cara a la nueva forma que había tomado el mundo. Nunca me ha gustado la idea de ir al cine solo, pues para mí se trata de una experiencia social, un evento que debe ser celebrado en un grupo de al menos dos personas. Sin embargo, esperar hasta que se volviese a presentar la oportunidad de no ir solo al cine habría significado quedarme sin ver esta película que había estado esperando por meses. Así las cosas, sólo quedaba una opción. Tomada ya la decisión y hechos todos los preparativos (dinero en la billetera suficiente para entrada y canchita, anteojos limpios para no perder detalle, visita rápida al baño para dejar la vejiga lista para las ingentes cantidades de gaseosa que vendrían junto con la canchita), salí disparado del edificio al final de mi turno y caminé hasta el cine para evitar el tráfico y tener tiempo de comprar algunas cosas antes de la función. Al llegar me di con la sorpresa de que la función empezaba en menos de diez minutos, pero afortunadamente la siguiente función no empezaba hasta dentro de casi una hora, lo cual me dejaba tiempo más que suficiente para llamar por teléfono a casa y avisar de la demora, además de una llamada adicional que había querido hacer desde la mañana. Tras colgar el teléfono después de la segunda llamada, entré al supermercado a comprar mantequilla de maní y Nutella para abastecer la despensa y darle un poco de variedad al desayuno, y cigarrillos para las caminatas nocturnas hasta de regreso a casa. Hacer fila con la mochila precariamente colgada sobre un hombro mientras sostengo la caja de canchita en una mano y el gigantesco vaso de gaseosa en la otra no fue nada agradable. Claro que cuando la película estaba casi por la mitad me invadió la sensación de que el esfuerzo no había sido en vano. Las reacciones que veía a mi alrededor con el rabillo del ojo me indicaban que no era sólo una idea mía. Al terminar la función vi las expresiones de satisfacción en las personas que pasaban a mi lado mientras salíamos de la sala. Afuera, la noche era más bien fría y el tráfico era realmente tóxico.
De camino a casa repasaba en mi mente casi todas las escenas, tratando de recordar los diálogos al pie de la letra, fascinado por la experiencia vivida. De todas formas me queda una ligera sensación insípida en el fondo de la lengua, pero no por la gaseosa, ni por la canchita, mucho menos por la película. Es por haber visto la película solo. Si tan sólo hubiese tenido con quién compartirla. El humo del cigarrillo llena mis pulmones y me distrae lo suficiente como para que esa sensación quede oculta detrás de el sabor amargo del humo y el banco de neblina en el que me interno ahora. Larga vida y prosperidad.
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