Hora incierta, pasada la medianoche (me da flojera estirar la mano y ver la hora en el celular), en que me pongo a pensar en familia. No en mi familia, sino en el concepto general de familia. Ser parte de una. Pertenecer. Lo extraño que se siente cuando uno trata de hacerse la idea de tener una, y la forma en que uno, de pronto, se da con la sorpresa de que, sin darse cuenta, tiene ahora una familia propia que prácticamente ha ido llegado poco a poco sin llamar mucho la atención.
Me resulta bastante parecida a la forma en que uno, de pronto, se da cuenta de que se ha convertido en adulto, sin querer. Un buen día resulta que ya tienes la edad requerida para obtener el documento que te identifica ante la sociedad como adulto potencialmente responsable, pero todo lo demás sigue exactamente igual. Y entonces, algunos meses, años o décadas después, te das cuenta de que en algún momento entre recibir tu credencial de adulto y tratar de no morir en el trabajo ni en el camino de regreso a casa, no sólo adquiriste las responsabilidades que antes tenían tus viejos, sino que realmente las asumiste como tales. Y así llega la otra adultez, para la que no hay credencial ni edad mínima o máxima. Carajo.
Incómoda la hora en que las neuronas deciden hacer un moshpit alrededor de estas cosas. Aunque prefiero que sea ahora y no en medio de un día pesado en el trabajo.
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