Me cruzo accidentalmente con alguien a quien no veía desde hace casi quince años, y lo primero que noto es que su mirada ha cambiado tanto que si no me hubiese reconocida ella, jamás la habría reconocido yo. Ya no es más la mirada curiosa que me acompañaba a buscar lugares de los que sólo teníamos referencias (y en busca de los cuales casi siempre nos perdíamos). Hay todavía un diminuto resplandor ahí, sin embargo, que apareció cuando empezamos a recordar esas lejanas caminatas y la sensación de no saber nada de nada. Pero hay algo más. Una cierta satisfacción en su mirada, alrededor de ese diminuto resplandor de curiosidad. Le pregunto por sus amigas y su carrera. Y entonces.
Tantas personas. Tantos mundos. Patrones en el caos. Tantas vidas. Tanto tiempo y tan poco a la vez. Escenas repetidas. La estática en la línea y el eco al final de la conversación. Variantes con demasiadas similitudes. Nubes que se transforman mientras cruzan el atardecer.
Dejó su carrera aproximadamente en la época en que yo tenía dudas sobre la mía, y realmente no puedo recordar bien qué estaba estudiando ella porque en ese entonces ya no teníamos contacto. Me presenta a su esposo (o más bien se presenta él mismo) y a sus tres hijos, y eso me dice lo que pasó con todo lo demás. Sonrío. Nos despedimos, y mientras me alejo en busca de algo de comer no puedo dejar de pensar en que, a pesar de todo, le fue bien.
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