Hace unos días leía un poco mientras esperaba a que sonara el teléfono para indicarme que ya era hora de salir. Página tras página empezaron a pasar casi sin darme cuenta, apenas interrumpidas por un par de breves miradas al reloj. Afuera, el sol se terminaba de ocultar lentamente, y las nubes anaranjadas que lentamente se volvían púrpura me confirmaron que no ibas a llamar y una vez más tenía que salir sin saber con certeza si estarías allí.
Algunas cosas nunca cambian, no importa cuántas ganas tengamos de que cambien, o cuanta fe tengamos en que finalmente hayan cambiado. Y siempre terminamos estrellándonos contra los mismos muros, las mismas decepciones (que ya deberían haber dejado de ser decepciones, puesto que las hemos visto repetirse una y otra vez), las mismas frustraciones y las mismas conclusiones. Duele. Y tal vez no tanto porque las cosas no hayan cambiado, sino porque quisimos creer que sí lo hicieron, y de pronto nos damos de cara con la realidad: nos hemos engañado a nosotros mismos una vez más. Nos hemos ilusionado y hemos terminado por desilusionarnos, y eso siempre es jodido. Y ahora no queda otra más que apretar los dientes y seguir adelante.
Al volver, en el silencio del estudio, me sorprendió un bip en el bolsillo del pantalón. Una disculpa tardía. Apagué las luces y me hundí en la silla para volver a ver un episodio de Doctor Who, comer algo de canchita y olvidarme de todo esto aunque sea por un par de horas.
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