lunes, 3 de mayo de 2010

02.001

La carretera se abre lenta y perezosa entre la densa neblina, como si aún fuese demasiado temprano y se abrigara con una frazada de neblina pidiendo que la dejen dormir cinco minutos más. Dentro del pequeño colectivo, trato de acomodar las piernas y abrazar mi mochila para hacerme sitio entre un sujeto de camisa y chaleco que se acomoda para dormir, y una señora que trata de leer un cuaderno de hojas algo arrugadas. Aprieto la mochila contra mi pecho mientras trato de ignorar la música dizque tropical que brota de los altavoces, y aunque no consigo ignorarla por completo, al menos logro reducirla a un nivel soportable. El movimiento del limpiaparabrisas me adormece. El sonido de las hojas del cuaderno es familiar y trae una sensación de comodidad que me ayuda a dormir. Primero llega la oscuridad. Luego el silencio. Abro los ojos y me ataca un centenar de colores, todos opacados por la sombra de las gruesas nubes. El muro de sonido me golpea un segundo después, una mezcla de sonidos discordantes puestos juntos por el tráfico de Lima. Miro por la ventana y me doy cuenta que el colectivo está rodeado de autobuses, taxis y autos particulares que compiten centímetro a centímetro para no llegar a ninguna parte. A mi izquierda, el sujeto de chaleco emite un ronquido suave. A mi derecha, a la señora se le cae de las manos el cuaderno. Afuera hace frío después de demasiados meses de calor. Lunes por la mañana. Quiero café.

1 comentario:

@rcgy dijo...

Hace días que no duermes, o al menos no descansas. El café se ha convertido en un ritual tranquilizante sin efecto somático alguno aparte de la ocasional quemada de lengua. Se extrañan los viajes al norte rodeado de polvo, cumbia y humo de petróleo. Hoy tus viajes duran quince minutos y tus noches están llenas de nostalgia por raíces prestadas que nunca te pertenecieron. Y esta noche ella descansa entre las tenues luces del norte. Se oyen sirenas a lo lejos y en la esquina de tu casa hay una heladería y un banco, y cien mil almas que al igual que tú sueñan con rincones olvidados de polvo, cumbia y humo de petróleo. Sirven de anestesia las sirenas y el esquivar autos fuera de control cada mañana fría mientras la gente que puede vive la vida al máximo—igual que tú, que también puedes, pero que no olvidas esos paseos por el norte y esas noches de alegría y de paz. 250 palabras no bastan para encapsular los recuerdos de su sonrisa de niña y el dolor de haber perdido ese rincón que otro chiquillo ya descubrió, y que jamás volverá a ser ni tan secreto ni tan lejano ni tan tuyo como algún día lo fue. Tú serás las páginas diecinueve a veintiséis en el volumen dos de la primera edición, y algún día sus nietos le preguntarán en la lengua que rechazaste por qué no fueron también tuyos. Y con un alzar de hombros dejarás de existir.