lunes, 17 de mayo de 2010

02.006

Hace más o menos unos doce años, cuando aún estaba en secundaria y el mundo parecía un poco más gris, no había fuerza en el mundo que me hiciera tomar café. No me importaba que una taza de café incluyera la posibilidad de no morir de aburrimiento durante el día de clases, o que pudiera ayudarme a siquiera tratar de revisar el cuaderno antes de algún examen, el sabor amargo era suficiente para mantenerme lejos de la cafetera. En esa época era joven e inexperto, igual que muchos.

Al terminar la secundaria e iniciar mi primer intento de estudiar algo, decidí probar el café para poder sobrevivir a algunas amanecidas. Empecé a encontrarle un cierto gusto, pero seguía tomando apenas una taza o dos al día, dependiendo del clima, la compañía, y si había o no mucho trabajo por hacer. Terminado ese primer intento, el café volvió a desaparecer de mi vida por un buen tiempo.  Años más tarde, cuando el mundo hubo dado las mil vueltas requeridas para que finalmente empezara a encontrar mi camino, encontré una amiga a la que le encantaba tomar una taza de café por las tardes. Luego llegó un invierno en medio de la nieve, varias noches interminables jugando rol, devorando libros o terminando tareas que parecían reproducirse cada vez que me acercaba al final. Y de pronto me di cuenta que el café se había metido por los palos hasta convertirse en parte esencial de mi rutina diaria.

Amigo café, ¿hacia dónde iremos ahora?

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