miércoles, 5 de mayo de 2010

02.002

El ritual diario del café matutino, aunque relativamente caro una vez que sacamos la cuenta de cuánto gasto en café cada semana, es bastante entretenido. Me permite estirar las piernas a mitad de camino hacia el trabajo, y al mismo tiempo observar a otras personas que también cumplen con el mismo ritual, cada uno a su manera, y terminan convirtiéndose en personajes recurrentes de la escena vespertina. El señor de cabello entrecano, con saco y corbata, aparentemente empleado bancario, que siempre compra el vaso más grande de latte y luego lo bombardea con azúcar y canela (imagino que debe terminar convertido en un menjunje digno de cualquier laboratorio alquímico del siglo XVI, y posiblemente con buen sabor, pero es algo que yo no haría). Algún día le preguntaré si ese brebaje es apto para el consumo humano, o si tal vez está matándose lentamente. Luego está la empleada de Interbank que revisa de arriba a abajo la vitrina mientras hace la cola, pero recién al llegar a la caja empieza a decidir (en voz alta) qué cosa va a pedir, aunque siempre termina pidiendo el mismo café y el mismo sánguche. Muchas gracias por hacer que los demás perdamos el tiempo, si un día me tienes que atender en el banco juro que haré todo lo posible por devolverte el favor. Además está la sensación surrealista de subir a un microbús y sentarme al lado de la ventana con una taza de café caliente, suficiente para empezar bien la mañana.

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