Afuera todavía no sale el sol, y no empezará a salir en al menos media hora más, pero el olor del café fresco marca el inicio del día de trabajo. Una patada para terminar de despertar, como dice un amigo mío. Un café bastante más cargado que los otros que tomaré durante el resto del día, y servido en una taza bastante grande para que dure al menos la primera hora frente al monitor. Luego siguen al menos dos tazas de café instantáneo preparado en el estudio para no tener que bajar a la cocina. Tres si hace frío o si hace falta más energía. Nunca si el trabajo está demasiado pesado. En ese caso es bienvenida una taza de chocolate. Y así hasta llegar al almuerzo.
Mezcla de té, anís, canela y clavo en la sobremesa con la familia, y también para pasar un rato tranquilo leyendo el mismo libro que empecé hace más de un mes y que ya casi termino, o viendo algo en la televisión que casi nunca enciendo. Quizás un té con un par de gotas de limón (o un poco de cáscara de naranja) si se antoja la ocasión. El resto de la tarde es para otro par de tazas de café, a menos claro que el clima y la compañía se presten para tomar algo más fresco. Una taza de manzanilla después de cenar y mientras escribo esto, para despejar un poco la mente y poner en orden algunas de las ideas que se han venido acumulando durante el día.