sábado, 14 de mayo de 2011

2011-020

Después de algunas noches de insomnio, finalmente pude dormir bien. Normalmente duermo poco más de seis horas y eso es suficiente para mí, pero las últimas noches no había podido conciliar el sueño, a pesar de mis mejores esfuerzos, hasta por lo menos las tres o cuatro de la mañana.

Hubo un tiempo en que el insomnio era mi compañero de ruta. Y no me refiero a las largas noches tratando de terminar algún juego de video, ni a las maratones viendo episodio tras episodio de alguna serie. Me refiero a noches enteras sin poder dormir más de dos minutos seguidos. Cerrar los ojos para volver a abrirlos un segundo después, frustrado e incómodo. Ver docenas de pensamientos proyectados sucesivamente en la oscuridad del techo, en la incertidumbre de la puerta, en la profundidad del ropero. Abrazar la almohada en busca de una respuesta o al menos una solución temporal. Finalmente encender la luz, derrotado, y buscar algo que leer para tratar de distraerme un poco hasta que el cansancio me derribe. Ver, con los ojos entrecerrados por el sueño que recién empieza, cómo los primeros rayos del sol entran por la ventana e iluminan el despertador que sonará en un par de horas. Realmente odio esos recuerdos.

Y anoche, cuando ya presagiaba otra eternidad dando vueltas en la cama en busca del sueño, las brumas empezaron a envolverme en el momento mismo en que apagué la lámpara del velador. Cuando desperté, faltaba un minuto para que sonara la alarma. Todo está bien ahora.

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