De pronto siento el golpe, directo y sin avisar. Ansiedad, creo, pero no recuerdo haberla sentido así antes. De pronto no puedo respirar. Lo intento, pero no puedo. De pronto todo no es más que un borrón y siento que el suelo empieza a dar vueltas rápidamente. Me saco los lentes, apoyo la frente en las palmas de mis manos y cierro los ojos. Debería contar hasta diez. Los latidos no me dejan pensar. ¿Son míos? No puedo contar. Nunca había escuchado latidos tan fuertes. Ahora tengo toda la cara enterrada en las manos. No puedo ver nada. No quiero contar. Presiono mi rostro con las palmas. Vamos, una bocanada de aire. No llega. No recuerdo cómo contar. Escucho el aviso constante de la computadora a mi lado y el sonido de los discos duros y los ventiladores. Aire. Respiro. Mi nariz se enfría y mis pulmones se llenan. Otra vez. Otra más. No quiero abrir los ojos. Todavía no.
Siento varias docenas de pensamientos distintos agolpándose en mi mente, contradictorios y complementarios, una danza al mismo tiempo violenta y apacible de ideas que luchan por salir. Por prevalecer. El silencio llena mis oídos. Algo se abre paso entre el caos. No viene del mismo lugar de los otros pensamientos. Siento una oleada de calma recorriendo mi cuerpo entero. Ya casi no escucho los latidos.
Abro los ojos. La ventana parpadea en el monitor, insistente. Ya pasó. Ya no importa. Hora de seguir adelante y no dejar que el pasado nos muerda.
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