jueves, 14 de febrero de 2013

2013-004

Solía hacer esto dos o tres veces por semana en la universidad. El almuerzo era un par de paquetes de galletas y una botella de agua, no por decisión propia sino más bien porque los horarios y la economía no me dejaban muchas opciones. Ahora el estómago se resiente un poco y acusa el maltrato. Estoy envejeciendo, supongo. Ahora un paquete de galletas y una botella de agua son sólo un tentempié hasta que finalmente llegue la hora de almorzar, más o menos una hora y media después de lo que debería ser… y más o menos unas tres horas más tarde de lo que yo quisiera. Sin embargo me he acostumbrado un poco a los almuerzos bastante tardíos (aunque sigo pensando que deberíamos encontrar la forma de que no fuesen tan tardíos, pero en fin), igual que me he acostumbrado a otras cosas.

Y un día, de pronto, te enteras de media docena de cosas en las que ya realmente no tenías mayor interés. Y eso te despierta la curiosidad y preguntas por algunas cosas más o menos de la misma época, y tu interlocutor piensa que realmente tenías interés en la primera media docena de cosas que te contó y empieza a contarte un par de docenas de otras cosas que resultan cada vez menos interesantes, pero la conversación continua por un buen rato.

Quedarán para siempre aquellos cigarrillos que solíamos fumar al borde del amanecer en medio de conjuros extraños y recurrentes. Me sirvo una taza de café antes de que empiece el calor infernal.

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