Despertar antes del amanecer y desayunar algo ligero sólo para soportar el viaje y luego desayunar en un café al otro extremo del mundo. Triple espresso, a la vena, urgente. Un rollito de canela para completar la mañana. El olor de los croissants y las galletas de avena se mezcla con el té, el café recién colado y la curiosa sensación de que todo está bien y los problemas se quedaron atrás. Caminar y hablar de todo y de nada bajo un sol tímido que apenas se insinuaba por momentos. Almorzar en un restaurante en el que nunca había comido y al que posiblemente no regrese en un buen tiempo porque no suelo frecuentar esta zona.
Todo se desvanece entre el hilo de humo de un cigarrillo, confundido por instantes con las nubes de una noche de primavera bastante silenciosa. El rumor de motores en la paralela. El eco de pisadas en el callejón, detrás del edificio. Voces a la distancia. El recuerdo de una mirada y una sonrisa. El vacío inmenso. Me repito a mí mismo que esto es lo mejor. Que todo tiene sentido. Me repito a mí mismo que hice lo que tenía que hacer y dije lo que tenía que decir. Nada más. Nada menos. Hubiese querido que las cosas fuesen distintas. Hubiese querido más aprecio.
Viento fresco sobre las mejillas, arrastrando el susurro de una palabra que no he dicho en mucho tiempo y esperaba no volver a decir. Ya no hay nada más que hacer.
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