Un día cualquiera (o quizás una noche distinta) caí en cuenta de que me he acostumbrado, sin quererlo, a la conveniencia de todo. A no tener que pensarlo mucho y que todo siga un cierto curso que resulta a medias familiar y más o menos predecible. Un marco de orden para contener un poco el caos. Rutina o inercia o estabilidad, no estoy seguro, pero es algo que se sentía bien entonces y se siente bien ahora. La rutina es, algunas veces, un refugio bastante agradable después de todo.
Termino de ordenar mi colección de cartas de Magic the Gathering en una caja de zapatos (no es la mejor forma de guardarlas, pero es todo lo que tengo por ahora y no estoy seguro de que la situación cambie pronto). No he jugado en ocho años, y las nuevas cartas se ven lo suficientemente interesantes como para retomar el viejo vicio. Buen motivo para enseñarle a jugar a uno de mis ahijados con la excusa de que la mecánica del juego podría ayudarle a practicar matemática, concentración, comprensión de lectura, toma de turnos… y básicamente cualquier otra cosa que se me ocurra y que sea potencialmente cierta y de la que pueda convencer a su mamá. Después de todo a mí me enseñaron a sumar y restar con juegos de tablero. Hora de pasar el conocimiento a una nueva generación.
Una película de la Hammer que aún no he visto y un par de cervezas el sábado por la noche. Buena forma de cerrar la semana.