jueves, 12 de febrero de 2015

2015.010

El café de los días de trabajo es combustible para seguir adelante, mientras el café del tiempo libre y los fines de semana es para recuperarse, saborear y recordar. Hace meses, desde su lugar favorito en la esquina de la cama, el gato solía observarme como si se preguntase por qué le presto tanta atención a una taza de café. No es el café en sí mismo, son las sensaciones que lo acompañan. Es poder revisar las notificaciones del celular con toda la paciencia del mundo un sábado por la mañana y ver llegar los recuerdos de un sábado que pudo haber sido en otra vida. Es ver pasar esos recuerdos, estirar los dedos y acariciarlos mientras el café pasa lento acariciando la garganta. O quizás sólo estoy proyectando y en realidad el gato estaba viendo los hilos de vapor que subían desde la taza para perderse en el tiempo y el espacio. Pero la ilusión era agradable.
El teléfono suena para anunciar una visita inesperada. La enésima variación de una mezcla de café encontrada de casualidad. La sensación tibia de volver a compartirla con otros humanos y ocupar espacios que habían quedado vacíos casi sin notarlo. Igual que antes.
Un par de libros apilados al lado de la cama, a la espera de que termine de leer uno que tengo abierto y otro que está empezado en la aplicación de Kindle en el celular, y muchas distracciones que no me dejan leer tan rápido como quisiera. Igual que siempre.

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