Camino por la habitación con los ojos entrecerrados, tratando de bloquear así los pocos rayos de sol que se cuelan entra las nubes gordas y felices. En algún momento de la época en que vivíamos en casa de mi abuela, aprendí a cambiarme casi a ciegas y sin hacer mucho ruido para no despertar a medio mundo después de haberme quedado leyendo hasta las tres o cuatro de la mañana sin haberme quitado la ropa del día anterior. Ahora lo hago porque me arden los ojos.
"Sólo voy a leer un par de páginas antes de dormir" y cuando me di cuenta ya habían pasado dos horas y media, y creo que hubiese seguido de largo hasta salir el sol de no ser porque mi lámpara parpadeó y me distrajo. No es la primera vez que me pasa, ni será la última tampoco (al menos en un buen tiempo), y la verdad es que, a pesar del ardor en los ojos, no me arrepiento para nada. A tientas estiro la mano hacia el velador para encontrar las gotas que reducirán, al menos por un rato, la sensación de tener los ojos llenos de arena. En el camino los dedos tropiezan con los anteojos, el libro, el celular, la lámpara.
Finalmente abro los ojos y me dejo llevar por la corriente del nuevo día. Sobre el escritorio, la pila de libros por leer sigue regenerándose aunque aún le falte mucho para terminar. Una taza de café recién colado me da la bienvenida.